
Enero y febrero son meses con muchas y variadas galas que premian el trabajo de los intérpretes y demás áreas de nuestra industria. Llegar de la candidatura a la nominación es un paso hermoso, y obtener el premio da un subidón… Aunque sepamos que a veces los criterios para premiar tengan que ver con políticas, amiguismos o incluso quién conforma el jurado. Está claro que el reconocimiento es un acicate importante para seguir con ánimo haciendo nuestro trabajo. El propio aplauso es el reconocimiento inmediato que obtenemos en la sala, y los que estamos en el escenario, sabemos por la intensidad y las caras, si el aplauso es de corazón o no.
Sentir que lo que hacemos es valorado poco tiene que ver con la vanidad, aunque a veces todo lo que rodea a esta vorágine de los premios se parezca más a pasarelas de moda o doraciones de píldora. Nuestro trabajo no puede cuantificarse, es artístico, es muy subjetivo, por eso cuando llega a ser premiado se produce mucha satisfacción. Es como si gente entendida en el tema, o el propio público, te confirmase que vas por buen camino. Por ello me parece muy lícito desear los premios y disfrutarlos en toda su magnitud.
Ahora bien, somos pocos los premiados y somos muchos los que quedamos fuera de las listas. De hecho a veces parece que se copian la lista de unos a otros, como si cada temporada solo hubiera unos pocos montajes (productos) que merecen estar ahí. ¿Cómo incluir entonces el reconocimiento en nuestras andanzas cuando estar en las listas se presenta difícil? Más bien la pregunta sería ¿dónde podemos encontrar ese reconocimiento más allá de las galas? Sugiero que abramos bien los oidos y los ojos a lo que nos encontramos en el camino. Está en el calor generado en la sala, en las palabras de colegas que a veces descontamos porque creemos que nos las dicen sólo por amor, en la propia sensación de haber hecho un buen trabajo. Sugiero que el reconocimiento más valorado sea el propio. Insisto, el amor propio no es igual a la vanidad. Reconocer lo que una tiene de valioso no la exime de querer mejorar ahí donde hay limitaciones o en nuevos campos a investigar. El propio deseo de ser grande es ya en sí digno de valor. Sugiero que transformemos la posible envidia que nos da no pertenecer a una lista en nuevo aliento para mejorar.
Que cada trabajo que hagamos pensemos que es digno de ser premiado porque así lo creemos profundamente, porque estamos dando lo mejor y exigiendo lo mejor, porque valoremos cada detalle y cada persona implicada, porque pensemos que lo que hacemos va a mejorar el alma y la calidad del gremio. No es fácil, requiere convertir la autoexigencia agobiante en responsabilidad creativa. Pero creo que es el camino hacia tener cerca un reconocimiento que alimente nuestra felicidad y no solo nuestro ego.
(Publicado en Revista Godot. Febrero 2016)