
Corren aires de cambio, de ilusiones renovadas y entusiasmo compartido. De confianza en que lo bueno vence, en que la sabiduría gana al pillaje y la creatividad al desprecio. Quizá sea el mejor momento para revisar posturas anquilosadas en esta profesión mágica que nos ocupa.
A menudo oigo que una obra está bien, o muy bien, que es la hostia o está de puta madre, y al ir compruebo que tiene más que ver con la entrega que pone el propio público que con que allí se esté viviendo una experiencia transformadora. Casi siempre los aplausos dan para salir tres veces a saludar, parece una normativa del ayuntamiento de Madrid, porque ocurre así incluso cuando no ha gustado mucho, pero se aplaude el esfuerzo del equipo. Esto es encomiable, pero es injusto para nuestra profesión. Porque de alguna manera ya casi nadie se fía de los comentarios de nadie, sólo nos solemos fiar si el “es muy buena”, va acompañado de una corriente de emoción inevitable para quien habla y un brillo especial en los ojos. Casi no se usa la palabra excelente para designar ningún trabajo, ni personal, ni grupal, y es que esto son palabras mayores.
Creo que igual que nos habíamos acostumbrado a que la política era algo lejano y lleno de caraduras ladrones, hemos asumido que ir a un teatro casi nunca lleva aparejado tener una conmoción, un profunda transformación personal. ¿Por qué? ¿Acaso no es ese tipo de experiencias lo que nos impulsa a continuar yendo? ¿No es por esas vivencias que muchos nos dedicamos a esto? ¿Por qué asumir que el teatro es un trámite entre el escenario y el público y no un acto de comunicación, diría que de comunión sagrada? Argumentos como que somos muchos, hay poca producción, pocos papeles que gusten, o que estén bien pagados, o pagados simplemente, pocas opciones de mostrar el trabajo, dificultad de abrirse camino… nos despistan del origen de nuestra vocación.
Nuestro miedo y las dificultades pueden inclinarnos a pensar que nosotros somos del montón, que estamos lejos de poder llegar a ser “grandes”. No. Eso no es posible si en nuestro corazón sigue siendo actuar lo prioritario. Pero querer brillar con excelencia requiere de mucha dedicación y esfuerzo, de estudio y dominio, de humildad y disciplina.
Algunas actrices amigas y actores me cuentan cómo haciendo un curso, “para reciclar”, descubren mundos nuevos y desconocidos sobre sí mismos, sobre el lenguaje escénico, la expresión emocional, el diafragma y los resonadores, la sintaxis verbal o la mística de los colores. Señoras y señores, las técnicas son valiosísimas. Y sólo si perseguimos nuestra propia excelencia vamos a poder elegir aquella que mejor nos conviene en cada momento para agrandarnos como profesionales. Sólo así nosotros mismos desecharemos a los falsos maestros y disfrutaremos de los genuinos y generosos. Ya lo dije, seamos ambiciosos en ese sentido. Devolvamos primero desde los escenarios la excelencia a nuestro trabajo. Persigámosla al menos, confiando en que hemos hecho lo imposible por acercarnos a ella. Hablemos con más propiedad, movámonos con más consciencia y soltura, seamos libres en nuestra emoción, grandes en nuestra comprensión y compasión, curiosos en nuestra creatividad, inmensos en nuestro bagaje. Esto no se consigue en el salón de casa ni compartiendo cafés. Trabajo, estudio, ensayo y error. Aprovechemos esta vuelta del público a los teatros para llenarlos de excelentes experiencias.
(Publicado en Revista Godot. Junio 2015)