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Dos cosas han sucedido esta semana que tienen que ver con que escriba este artículo. La primera es una entrevista a Paco de la Zaranda llena de perlas entre las que destaco: “El público es importante pero mucho más importante es el hecho teatral, la comunión que se da”. La segunda tiene que ver con mis hijos. Aún no tienen tres años, han asistido a una docena de espectáculos, y todavía no han recibido ninguna indicación de cómo comportarse, porque siempre priorizamos que sea un disfrute para ellos. El pasado sábado noté con asombro cómo asistían, durante una hora y media (muy larga para ser un infantil) a una obra que era para niños mayores, y estuvieron callados y tranquilos recibiendo lo que se les ofrecía. Notaba cómo, de manera innata, participaban de ese hecho teatral, asumiendo el papel de espectadores atentos y respetuosos a lo que ocurría en el escenario. Pensé que más allá de la educación, existe en nuestra naturaleza una disposición al hecho teatral como lugar de comunión.

Es por esto que el teatro funciona y siempre funcionará. Con un mínimo de calidad en los medios y la interpretación, el buen rato está asegurado. Ahora bien, me pregunto si como vehículos de este encuentro sagrado, le damos el debido respeto a lo que transmitimos. Me gusta la palabra comunión, porque fuera de las connotaciones religiosas, me parece que describe muy bien lo que sucede entre escenario y patio de butacas. Son muchas las ocasiones en las que salgo del teatro sabiendo que he visto un buen montaje pero que no comulgo con lo que me han querido contar. A veces creo que se pretende defender lo perverso, feo y retorcido del ser humano sin cabida a que haya una transformación en ello. Como si el mensaje último tuviera que ver con la desesperanza. El teatro se generó como lugar comunitario de encuentro con lo místico, aquello que “incluye misterio o razón oculta”. Fue pasando desde los fenómenos naturales a toda clase de dioses y divinidades hasta llegar a lo mitificado. Pero no siempre lo que hemos mitificado como sociedad tiene la cualidad de místico, no está en el camino “del conocimiento y dirección de los espíritus”.

Asisto con asombro al estreno de una función muy esperada que se llama La clausura del amor, y descubro que el concepto de amor que manejan y que sostiene el montaje es adolescente, oscuro e hiperintelectualizado. El amor ensancha y mueve el mundo, no nos hace pequeños y mezquinos nunca. No digo que haya que tener miedo a mostrar los pozos más o menos negros que todos tenemos, pero si no es para mostrar lo aprendido de ello, o la necesidad que nos anima a salir, bajo mi punto de vista, es profanar lo sagrado del teatro, hacer magia negra con los dones que tenemos.

Actores y actrices somos los oficiantes de este hecho y, como tales, estaría bien que estuviésemos comprometidos con eso intangible que llamamos “sagrado” y que logra alquimizar cualquier inclinación o comportamiento, por ponzoñoso que sea.

(Publicado en Revista Godot. Diciembre 2015)